Nietzsche enseñó que la fuerza que empodera deviene de un sentimiento de bienestar, “de un triunfante sí dicho a uno mismo”.  La fortaleza del espíritu está, así, íntimamente vinculada a una autoafirmación que concede a la persona la posibilidad de llevar una vida auténtica. Por el contrario, la debilidad es síntoma de un malestar que alimenta la dependencia y el resentimiento. Es por esto que, mientras los espíritus fuertes gozan de la despreocupación propia de una existencia libre y afirmativa, los débiles se encuentran siempre a la defensiva frente a todo aquello que se les representa como una amenaza contra su integridad,  tan tibiamente experimentada.  De hecho, para Nietzsche, son los espíritus débiles quienes precisan del amparo de lo que J.F. Lyotard denominó “meta-relatos”; grandes teorías, ideales o doctrinas que los rescaten y eximan de esa imposibilidad de sentirse afirmados a la vida a través de una sensación subjetiva de integridad.

El clamoreo de “Fuego al patriarcado” durante la marcha del pasado 8 de marzo me llevó a aquella moraleja nietzscheana y como mujer, debo confesar que no me sentí para nada representada. Esto, no porque sea partidaria de una sociedad patriarcal sino,  más bien, porque no pude evitar notar en esa manifestación un trasfondo de desapercibido resentimiento que las mujeres no deberíamos alimentar ni perpetuar.

Los seis ignominiosos feminicidios perpetrados en lo que va de este año, sumados a una cultura esencialmente machista que se empeña en someter y cercenar a la mujer  relegándola a un segundo plano económico, político y social, contribuyen a alimentar sentimientos de vulnerabilidad, depreciación e indignación.  Pero a diferencia de Aquiles quien, frente a la muerte de Patroclo en manos de Héctor, se valió de su ira para acometer contra el asesino de su amigo y vencerlo, la indignación de algunas mujeres -que frente a la facultad de Derecho y en torno a una fogata invocaban la extinción del patriarcado- no se me representó más que como la vociferación de un mero estado afectivo, comprensible sí, pero incapaz de inspirar y modelar la acción indispensable para poner fin al sentimiento de minusvalía que azota a la generalidad de las mujeres hoy por hoy. La liberación de las cadenas con las que la cultura patriarcal sujeta a la mujer sólo será posible cuando nos podamos sentir bien con, y desde, nuestra propia condición femenina.

Mientras sigamos mirando al patriarcado, al machismo, y al hombre que los representa, como prototipos de aquello que nos hace y determina en nuestra sometida y vilipendiada feminidad, entonces difícilmente podremos empoderarnos genuinamente para conquistar la autonomía que nos concierne y personifica. Debemos desatar los nudos que nos oprimen y sujetan a la preeminencia del meta-relato de la cultura patriarcal para suscribir, en cambio, a la postura también nietzscheana de que no hay hechos sino sólo interpretaciones. Así, por ejemplo, el mito del génesis ya no sería necesariamente un alegato de la inferioridad, debilidad o culpabilidad de la mujer encarnada en Eva, abriéndose a la posibilidad de ser leído como una loa al deseo, audacia, valentía y rebeldía connaturales a la condición femenina. Eva ya no sería culpable y débil, sino fuerte y capaz de rebelarse contra la prohibición que mantiene a la humanidad sumida en una confortable ignorancia.

Sospecho fuertemente que Simone de Beauvoir, Lou Salomé, Frida Kahlo, Gala Éluard, Marguerite Yourcenar y Anaïs Nin, por mencionar sólo algunas pocas, sintieron y vivieron su feminidad como una fortaleza y no como una debilidad o infortunio padecido, y que esto fue una circunstancia fundamental para ser las mujeres que fueron.  En un contexto machista y patriarcal, seguro que ellas supieron también de sujeción y represión, mas esto no les impidió encarnar, cada una a su manera, un modelo de mujer inspirado en la Eva fuerte y rebelde,  segura de si misma en toda su humana vulnerabilidad y por eso capaz de decir  y vivificar ese “sí” apasionado frente a la vida.  En mujeres como ellas seguramente pensaba Nietzsche cuando escribió la máxima que encabeza esta reflexión. Adhiriendo a su exhortación a ver el mundo y la realidad como una gran metáfora, interpreto su advertencia como el resultado de una escrutación clara y profunda en el alma femenina, donde el genial filósofo alemán descubrió esa fuerza que llevó a Eva a rebelarse contra la ignorancia impuesta y arremeter contra la prohibición de un mandato trascendente, arbitrario y absolutizante.

El látigo es el instrumento del que se vale el domador para desbravar a la fiera. El látigo es el discurso patriarcal, que no es éste, aquel ni aquellos otros hombres, sino ese credo que azota inconscientemente a tantas mujeres y hombres que conciben a lo femenino como lo “Otro” insustancial: “Si la mujer se descubre como lo inesencial que jamás retorna a lo esencial, es porque ella misma no realiza ese retorno”, afirma Simone de Beauvoir en El segundo sexo. Lo sustancial o esencial es aquello que es en y por sí mismo, independiente de un “otro” -accidente o atributo- que lo confirme y justifique. Lo que se descubre a sí mismo como esencial no necesita servirse de un “día internacional”ni de ninguna otra deferencia especial para probar y probarse su propia integridad. Realizar “ese retorno” a lo esencial implica entonces, para la mujer, un dejar de someterse al flagelo de un prejuicio introyectado. De lo contrario, estaremos condenadas a padecer el sino de la fiera cautiva quien, incapaz de  franquear los barrotes de su jaula, se auto-mutila en un lamento articulado desde su propia sensación de indefensión y postergación.

Así,  el ennoblecimiento de la condición femenina, en el amplísimo abanico de posibilidades y proyectos que la misma comporta,  depende de que las mujeres nos adueñemos de nuestro propio devenir. De que seamos nosotras mismas fuego que aviva la inconformidad y la resistencia a ser sojuzgadas, pero que también alumbra desde esa sensación de abundancia íntimamente sentida y abiertamente manifestada. De que podamos finalmente, retornar y retomar nuestra propia esencialidad y libre albedrío para dejar de mirar inútilmente a un no-yo externo, patriarcal y preponderante, a quien resentimos y hacemos culpable de nuestra propia fatalidad.  Parafraseando a Víctor Frankl, la libertad no es otra cosa que el poder elegir la actitud a través de la cual enfrentamos y también creamos nuestro propio proyecto y destino.  Una actitud que vacila entre el sentir o resentir; entre el actuar o reaccionar; entre la apelación a la fuerza que interrumpe un estado de malestar e injusticia presente y engendra un futuro diferente y prominente, o el recurso a la debilidad que victimiza, resiente, paraliza, y se manifiesta en forma fugaz y dispersa, rimbombante sí, pero incapaz de cantar y narrar una acción que promueva un cambio sustancial.

 

Magdalena Reyes Puig
Licenciada en Filosofía
Licenciada en Psicología
Docente de Antropología Filosófica en la Universidad Católica del Uruguay

Link al artículo en página web de El Observador: https://www.elobservador.com.uy/nota/si-vas-con-mujeres-no-olvides-el-latigo-201742500