“¡Ay, celeste regalame un sol!”

En una de sus más magníficas obras, Platón denuncia el desatino de creer que la felicidad personal pueda prescindir del bienestar de la comunidad en la cual cada sujeto se encuentra incluido y comprometido: “El Estado es más grande que el individuo (…) y no fundamos el Estado con la mirada puesta en que una sola clase fuera excepcionalmente feliz, sino en que lo fuera al máximo toda la sociedad”.
Veinticinco siglos después, el asombro que siempre genera la inmortal actualidad de todas las grandes ideas obliga a retomar “La República” de Platón. Efectivamente, en ella podemos observar algunos de los fundamentos filosóficos que explican la gloria resplandeciente de nuestra selección uruguaya de fútbol y la euforia que, gracias a ella, gozamos al unísono los pocos más de tres millones de personas congregadas bajo “un cielo de un solo color”.
Si Platón fuese testigo del ejemplo que encarna nuestra selección, seguramente constataría en ella muchos de los valores de aquella comunidad política ideal que tan genialmente proyectó: virtudes tales como la sabiduría, la valentía y la moderación, que hacen a una sociedad justa y, por tanto, feliz. Inspirado en el ejemplo de Sócrates, Platón exaltó la relevancia sustancial del buen maestro, no sólo para la transmisión de conocimientos y valores fundamentales que guían la acción, sino también para el descubrimiento y desarrollo de los dones propios de cada sujeto. De esta manera, cada individuo podría ocupar el puesto y ejercer la función para la cual estuviera más apto y preparado, coadyuvando así, al bienestar general de toda la sociedad. Siguiendo un brillante paralelismo entre sociedad e individuo, Platón sugirió que así como cada persona debía ser educada por un buen maestro, era necesario que el Estado fuera gobernado bajo la cuidadosa observancia de aquellos valores que hacen a la máxima justicia y bienestar de toda la congregación.
Y hete aquí a veintitrés jóvenes miembros de nuestra pequeña comunidad, seleccionados y tutelados por un ilustrado director técnico, que cultiva e inspira a cada uno con el objetivo de dar lo mejor de sí para el bien del equipo. Auténticos guerreros a juicio de Platón, para quien un buen batallador es siempre feroz con el contrincante pero amable con su amigo, nuestros futbolistas nos conceden la oportunidad de gozar de una sensación de complacencia compartida tan patente como genuina. Hoy nos sentimos orgullosos de ser uruguayos, no sólo por la cantidad de partidos ganados, sino también por el ejemplo que nuestra selección está dando aquí y en todo el mundo. Así, y aún con el ardiente deseo de traer la Copa a casa, la alegría que hoy nos depara nuestra selección trasciende posibles goles y partidos ganados o perdidos. Porque es una felicidad cuya razón de ser está fundada en principios morales colectivamente compartidos, y no meramente en resultados discutibles, arbitrarios y efímeros. Una complacencia fundamentada en valores que guían la acción: máxima que plasmó en su obra Platón, y que hoy inspira al maestro y sus aguerridos discípulos. Un bienestar que pone a la comunidad primero, y que si bien puede exigir a los sujetos el sacrificio de inclinaciones o intereses personales, no anula la individualidad, y garantiza esa dicha subjetiva experimentada en la cohesión que hace a la fuerza en la consecución de ese objetivo común a todos los hombres: la felicidad.
De cara a la próxima elección presidencial, y siguiendo el paralelismo de Platón, el modelo de nuestra selección representa una perfecta oportunidad para “rumiar” acerca de qué hablamos cuando hablamos de éxito o felicidad. ¿Qué los facilita? ¿El credo individualista donde cada uno se ocupa de jugar su propio partido? ¿O una cultura que fomenta y celebra una actitud como la de Suárez en el partido contra Rusia, que aún pudiendo patear el gol le cede la posibilidad a Cavani sospechando que esa hazaña lo va a empoderar para beneficiar, así, a todo el equipo?
Nuestro agónico Uruguay está claramente necesitando un “maestro”. Alguien capaz de remontar vuelo por encima de las jaulas intelectuales confeccionadas por nepotismos políticos, intereses privados, ideologías inertes, discursos tan huecos como embaucadores, y exitismos materiales. Alguien que, como Tabárez en la selección, encarne la figura de un auténtico maestro que sabe que no hay distinción de clases donde hay educación.
“’¡Educación, educación, educación…!”: los uruguayos ya deberíamos haber aprendido la lección. No se educa vociferando consignas o improvisando eslóganes retóricos que la venden como un mero fin o producto comercial. La verdadera educación, ese fascinante cultivo del intelecto y la emoción, consiste en esa imperecedera construcción del reino de los valores compartidos –horizonte de significación, en palabras de Charles Taylor- que rigen la elección de los medios más justos y buenos que conducen al máximo bienestar colectivo. Y no cabe duda; la felicidad tuya, suya, mía o de cualquiera, sólo es real si puede ser compartida. Cuando como sociedad podamos comprender esto, entonces sí nos encontraremos finalmente dispuestos a jugar como nuestra selección bajo la dirección de un genuino y respetado maestro, que en nuestra maravillosa y celebrada diversidad individual, promueva las formas a través de las cuales podamos sentirnos vinculados y comprometidos a la luz de un mismo sol . Y entonces, cualquiera sea el resultado o destino, aún no siendo siempre el más esperado, va a persistir ese júbilo gozoso de saber que lo que nos identifica y aúna es esa “garra charrúa”, que nos impulsa a defender con coraje nuestros propios valores colectivos, y a dejar el alma en la cancha en cada partido. Y los mejores goles, los éxitos más consistentes y concluyentes, serán siempre los conquistados a lo largo del camino.

Magdalena Reyes Puig
Licenciada en Filosofía y Psicología.
Profesora en la Universidad Católica del Uruguay

(Artículo publicado en la publicación del sábado 7 de julio de 2018, de el periódico El Observador)

 

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